LA REALIDAD ES LO ÚNICO REAL
El cine de Stephen Spielberg está regido por la mirada del
asombro, ello hace que cada vez que estamos ante una de sus películas, de una
forma u otra, volvemos a sentirnos niños frente a su propuesta. Esa mirada
recorre casi todo su cine, incluso su cine más serio, aquel que ha narrado
desde acontecimientos históricos como La Lista de Schindler o Lincoln o las
fantasías más increíbles como las de ET o Jurasic Park. Siempre en él hay un
elemento que conduce a nuestro asombro.
En Ready Player One esa mirada también está presente desde la primera
hasta la última escena. Al principio, recreando un mundo absolutamente
decadente en la ciudad de Columbus, Ohio en 2045, y luego, durante el
desarrollo de la trama, mostrando un mundo virtual al que nos sumerge desde el
juego que da título a su película, lleno de personajes míticos y fascinantes a la
vez poblado de referencias a la historia y al mundo del cine.
La trama es simple aunque a la vez, compleja. Se trata de
encontrar al creador del juego, que ya muerto en la vida real, vive en forma
virtual dentro del juego donde esconde un secreto que develará una fortuna para
el ganador del mismo. Quien encuentre las tres llaves perdidas en el laberinto
virtual, encontrará al creador, y con él, su fortuna personal. El juego se
llama Oasis y su creador, James Hallyday. El ganador se transformará en nuevo
el dueño de Oasis y en el hombre más rico de ese mundo decadente y real.
Los personajes eligen su avatar dentro de
un juego donde buenos y malos compiten por un premio expresando todo aquello
que cada uno hubiera querido ser. Así Wade Watts se transforma en Percival, un
personaje que alude a los Caballeros de la Mesa Redonda del Rey Arturo en busca
del Santo Grial. En el nombre hay una búsqueda de la luz.
Spielberg maneja este material con su maestría y habilidad
habitual. No deja de asombrar su capacidad para pasar del mundo real al mundo
virtual y viceversa sin que se noten caídas en el ritmo narrativo ni
confusiones conceptuales respecto de las dos realidades que simultáneamente está
manejando.
También es impresionante su viaje por el tiempo y su
estadía en los años 80, con un explícito homenaje a Stephen King y a su obra El
Resplandor, como así también a Stanley Kubrick y la recreación cinematográfica
de algunas escenas de la película como la ola de sangre saliendo de los ascensores,
el terror de la madre en la bañadera y el final en el laberinto, al a vez que
pasa revista a los mayores iconos de esa década, incluyendo temas musicales de Duran,
Duran, Prince o Van Halen.
No obstante la calidad formal y conceptual de la obra que indudablemente
marcará un hito, cabe preguntarse en que categoría calificaremos ese hito.
Porque claramente, y aunque lo parezca, no es un film de ciencia ficción sino
un cine sobre la futura realidad de una época y la posibilidad de meternos en
una realidad paralela como la realidad virtual que es todo un hecho (ciertas
estadísticas y predicciones no alumbran un mundo mejor sino decadente y
empobrecido).
Hacia el final, Spielberg, casi como un abuelo que acaba de
mostrar su maestría cinematográfica realizando una obra trascendente, coloca en
pantalla una especie de aviso en el cual advierte sobre los peligros de
sumergirnos en la realidad virtual e ignorar la realidad real. Es que el film presenta
una cruel paradoja en la cual la realidad que describe es absolutamente
desechable y por el contrario, la realidad virtual no solo nos deparará alegría
sino que nos transformará en héroes y nos llenará de felicidad, incluso nos
permitirá ser millonarios. Es como poder
tener una doble vida en la cual por un lado podemos ser unos pobres
desgraciados, y por el otro, ser capaces de vivir una vida absolutamente excitante
como héroes de una novela, triunfar en un juego y ganar dinero. Dos mundos que
se oponen tal como ocurre con el consumo de drogas. Esto nos lleva a
preguntarnos qué tan dependientes nos volvemos de esa realidad virtual como
dependientes nos volvemos de sustancias toxicas ignorando la realidad de cada
día a la vez que dejamos de ser nosotros mismos. Sin lugar a dudas, el viejo
maestro, además de entretener durante más de dos horas, me dejó pensando.
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