sábado, 24 de junio de 2017

YO, DANIEL BLAKE de Ken Loach



NO SOY UN CLIENTE, NI UN NUMERO NI UN PUNTO EN UNA PANTALLA

A los 81 años, Ken Loach sigue filmando fiel a su trayectoria. Hizo su debut cinematográfico con Pobre Vaca (1967), a la que le sucedió Kes (1969), dos joyitas que se encuentran entre lo mejor del denominado Free Cinema Inglés en el momento final de ese movimiento que integrarán, entre otros, cineastas como Lindsay Anderson, Tony Richardson, Karel Reisz y John Schlesinger. 

Asimismo, es el cineasta inglés más premiado en Cannes. Sus obras Agenda Oculta (1990), Lloviendo Piedras (1993), Tierra y Libertad (1995) y Yo, Daniel Blake (2016) se alzaron con premios muy importantes en el Festival de Cannes de esos años, las dos últimas, con la Palma de Oro.

Yo, Daniel Blake es un film importante. Rescata lo humano sobre lo político, a la vez que describe a un hombre que al borde de sus 60 años no solo tiene que luchar contra los inconvenientes de su salud y los problemas que le genera un mundo cibernético, sino también el desamparo que siente frente a un Estado burocrático y deshumanizado incapaz de entender su incapacidad laboral.

Loach describe minuciosamente a Blake, un obrero de la construcción, hábil carpintero, una de esas personas que se dan maña para todo, que vive en las afueras de Londres. Nos hace conocer su soledad, su tenacidad, su buen carácter, su apego a la ley, su decencia, su buena relación con los vecinos, su solidaridad con una madre soltera y sus hijos. El retrato del personaje es completo. Simpatizar con Blake no genera ninguna dificultad.

Pero Blake tiene un problema. Ha sufrido un infarto que le impide seguir momentáneamente trabajando. Aquí aparece una primera señal de alerta que muestra el desamparo de un trabajador común frente a la incógnita que le presenta su futuro. Blake no solo carece de un seguro automático de salud sino que también carece de un seguro de desempleo. Pero Blake puede tramitarlo ante la Autoridad Sanitaria. Y aquí comienzan los problemas.

Loach encara primero el tema de Internet y las personas mayores. Lo hace con humor y mucha ironía. Todo se encuentra sistematizado. No es fácil entrar por primera vez a una computadora, mucho menos a los 60 años de un hombre que ha realizado tareas manuales durante toda su vida. Internet se transformará en una pesadilla kafkiana. Una experiencia absurda y angustiosa, innecesariamente complicada cuyo único propósito es identificar al sujeto y proporcionarle un turno.

Ahora Loach se pone más serio y se pregunta al servicio de quien está ese Estado, un Estado burocrático que lejos de estar al servicio del ciudadano se transforma en una maquinaria de impedir. El proceso de otorgar un subsidio por enfermedad pasa por tantos vericuetos que el damnificado parece un delincuente tratando de estafar al sistema nacional de salud.

No obstante la contundencia y la agilidad del relato, Loach pareciera caer en alguna posición política que falsea la realidad. Queriendo mostrar la situación de inferioridad, de falta de cobertura y de indefensión del ciudadano frente a un Estado liberal, muestra a un Estado injusto con los más pobres, con los más necesitados, pintando una serie de situaciones que bordean el absurdo y la arbitrariedad transformando la obtención de un subsidio en una carrera de vallas. Que una persona que ha sufrido un infarto y se le ha recetado reposo pida un subsidio parece algo normal. Sin embargo, a dicha persona se le niega un turno solicitado en forma presencial porque solo se otorga por Internet. Por otro lado, el Estado hace pasar al enfermo por una serie de requisito que comprenden asistir a un curso para aprender a armar un currículo, y responder al menos a 10 solicitudes empleo. Un absurdo absoluto que se puede corroborar simplemente con un certificado médico.

Más allá de estas ingenuidades demagógicas, la gran actuación de Dave Johns como Daniel, el ritmo sostenido que Loach le impone al film y el interés del relato respaldado en el buen guión de Paul Laverty, habitual sostén del director, logran una película cuya importancia social es indiscutible. Claramente, la humanidad va a vivir más más allá de los 60 años. Hoy el promedio de vida para un país como Argentina está en los 75 años. El mundo desarrollado excede los 80 años. Está claro que una vida de trabajo merece ser asegurada económicamente por el Estado o por un sistema previsional eficaz más allá de la esperanza de vida laboral. No quiero ser un cliente, ni un número ni un punto en una pantalla. Siendo un ciudadano que ha pagado sus impuestos, merezco, por lo tanto, la atención y el cuidado del Estado.

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