No queda ninguna duda que la crisis económica de 2008-09 ha
pegado muy fuerte en todo el mundo y especialmente en su epicentro, que no ha
sido otro que la mismísima capital del imperio, los Estados Unidos de América,
y su centro financiero y principal emblema, la ciudad de Nueva York.
Tampoco hace falta ser economista para darse cuenta que las
consecuencias han sido muy bastas y que continúan hasta este mismo momento. La
sociedad de servicios que se venía gestando y que en aquel momento estaba
alcanzando una primavera adolescente, tampoco ha podido madurar después de
aquel momento, y hoy se encuentra ante una nueva crisis que claramente ha sido
expresada en la última elección presidencial en los Estados Unidos, cuyo uno de
sus principales síntomas son los movimientos migratorios que tanto a nivel
nacional como internacional han comenzado a notarse en diversos lugares del
mundo provocando desestabilizaciones sociales internas e internacionales.
Es en este amplio marco donde la comedia de Zach Braff, una
remake de un film de Martin Brest (Perfume de Mujer con Al Pacino) de 1979,
hace pie para contarnos la historia de estos tres viejos jubilados que ven
perder su jubilación ante el cierre de la empresa donde habían trabajado, y que
ahora, en la cola de la crisis, decide cerrar sus negocios en los Estados
Unidos para ir a instalarse a un país asiático. Pero la peor noticia para ellos
no es ésta sino que el fondo de pensión constituido para ellos, ha sido
utilizado para pagar el cierre de los proveedores, y como si todo eso fuera
poco, el banco donde estaban los fondos, está quebrado por la crisis.
La inmoral frase que dice
que “El que roba a un ladrón tiene 100 años de perdón” se encarna en el
espíritu de estos tres ancianos que deciden hacer justicia por mano propia.
Como consecuencia de esta disparatada idea, la película se transforma en una
comedia no solo amable sino también muy entretenida y chispeante.
Es que el film, actuado por tres octogenarios monstruos
sagrados del cine moderno: el inglés Michael Caine y los norteamericanos Morgan
Freeman y Alan Arkin, acompañados por otros cuatro grandes próceres que esta
vez están en el soporte como Christopher Lloyd, Ann Margret, Math Dillon y John Ortiz, se transforma en una gran
celebración de la vida y de la tercera edad.
Y ello es porque la vejez es tan solo otra etapa de la vida.
No constituye un impedimento ni una jubilación forzosa. La vida sólo continúa de
otra forma. Porque para estos pobres jubilados (en Estados unidos también
existe la pobreza) tienen objetivos, no son víctimas ni se victimizan, cultivan
añosas y profundas amistades, se acompañan con sinceridad, son solidarios, se
enamoran, tienen sexo a los 80, y saben que tienen muy pocos años por delante pero
ignoran cuántos, y por ello, están dispuestos a vivir hasta el último momento
de sus vidas.
Estamos ante una gran comedia. Un film que festeja la vida,
reconoce y reivindica los derechos y las virtudes de una etapa de esa vida
donde sus supervivientes son reconocidos por solo dos mercados: los geriátricos
y las empresas funerarias. Un Golpe Con Estilo se opone a todo ello y pide casi
a los gritos que por favor nos acordemos de nuestros abuelos. Ellos también son
parte de la sociedad y del mercado. Ese mercado que parece orientar todo y ser
el gran gurú de un consumo desenfrenado, ahora caído en desgracia.
Zach Braff, un director, guionista y actor americano con una
importante carrera en la tv y el cine dirige con gran acierto ésta actualizada
remake. No solo logra un adecuado ritmo de comedia disparatada, sino también una
muy buena integración de efectos especiales que trabajan siempre al servicio
del relato: imágenes en off tales como mensajes de texto, mapas, recorridos,
todos funcionales a la idea de apoyar el relato, sin dejar de mencionar su
labor de dirección de actores. Mucho que ver con estos méritos tiene que ver la
gran colaboración de Teodoro Melfi, guionista de la excelente adaptación y
también notable de películas como Saint Vincent y Talentos Ocultos.
Especie de comedia absurda, transgresora en su mejor
sentido, bordeando lo inmoral cuando se introduce en lo ilegal y pisando la
delgada línea fina de la ley para justificar el robo en nombre de la justicia
social, se transforma en una especie de
cuento de hadas de la tercera edad donde todo es posible en un mundo decadente en
el que todavía se puede ser feliz.
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