sábado, 6 de enero de 2018

LA RUEDA DE LA MARAVILLA (WONDER WHEEL) de Woody Allen



SOBRE LA FRUSTRACION Y LA CULPA

Hace unos años, intenté clasificar el cine de Woody Allen. En aquel momento afirmé que su cine se instalaba en la comedia americana pero que en su obra se podía encontrar 5 tipos de subrtramas e incluso algunos dramas. Pero de las 47 películas suyas estrenadas hasta ayer, ninguna se instalaba en la tragicomedia como lo hace “Wonder Wheel”.

Este nuevo Allen vuelve a las raíces más profundas del mejor teatro americano moderno. Tal como lo había hecho unos años atrás en Blue Jasmine, en la que se inspiraba en la obra de Tennessee Williams Un Tranvía Llamado Deseo, su nueva película abreva no solo en éste autor sino también en Eugene O`Neill y Arthur Miller, la trilogía de autores que describieron el sentimiento de la decepción en la posguerra, escritores que adhirieron al llamado realismo americano.

Es que su protagonista Ginny, una magnifica Kate Winslet, es una hija dilecta de aquel teatro y bien podría haber salido de la pluma de cualquiera de esos tres grandes escritores teatrales americanos. La diferencia es que ellos transitaron el drama, y Allen suaviza este drama con toques de comedia simplemente porque su visión de la vida es menos dramática que la de aquéllos.
Ginny es una actriz fracasada con un hijo piro maníaco de unos 10 años, abandonada por su marido, que trabaja de moza en un bar en Coney Island. Ahora vive una vida marital sin expectativas con el bueno de Humpty (Jim Belushi), a cargo del carrusel de la playa y mantiene un romance paralelo con el guardavida Mickey (Justin Timberland). La llegada de Carolina, la hija de Humpty, de unos 30 años, alterará el estado de las cosas.

Lo que hasta aquí Allen presenta es una típica comedia costumbrista heredera de sus recuerdos de infancia que tiene un enorme parecido a Días de Radio (1987). Pero a partir de la llegada de Carolina, la comedia se transforma en drama y la vida de Ginnny comienza a alterarse, se convertirá en el centro del relato, y la historia entrará de lleno en la tragicomedia.

La película, entonces, se transforma en el drama de la mujer a los 40 años, esa edad en la que todavía uno se siente joven pero a la vez comienza a sentirse viejo y a pensar que la vejez no está tan lejana. Podríamos llamarle la medianía de la vida. Ese momento en que uno se da cuenta que aún esta con el pescado sin cocer. Pero también podría ser la de la aceptación de la mediocridad, dado que esta en el justo medio por naturaleza, porque no sabe ni puede hacer otra cosa, porque comienza a carecer de ambiciones, de energías, a controlar sus impulsos, ajustándose a lo que debe ser, a conformarse con lo que se es como si fuera un mandato al que ya no se puede modificar.

Kate Winslet aprovecha la pluma prodigiosa de Allen y a partir de ese momento se trasforma totalmente en Ginny y se apodera de la película haciendo una de sus más notables actuaciones de la mano del genio. Se acabarán los sueños y será una mujer termina por aceptar que lo que le propone la vida es simplemente seguir peleándola.
Allen se da el lujo de volverse genio en la playa que lo vió nacer. Su mirada de la vida esta vez se opaca, se vuelve agria, negativa como la de sus admirados escritores de posguerra pero no pierde lucidez. Las tonalidades del film se tornan cada vez más rojizas, en las que predomina el color ocre de la mano de Vittorio Storaro, un fotógrafo italiano cuya genialidad está fuera de toda discusión, y que envuelve todo con los colores del atardecer como resignándose a que el fin del día y de la vida está envuelta en ese color. Recordemos que Don Vittorio se dio el lujo de fotografiar El Conformista, Novecento y Último Tango en Paris (la tres de Bertolucci), y Appocalysis Now de Francis Ford Coppola. También el año pasado había comenzado a colaborar con Allen haciendo Café Society. Un lujo que se da el pequeño genio que siempre trabajo con grandes directores de fotografía: Carlo di Palma, Gordon Willis, Sven Nykvist, entre otros.

Esta vez estamos ante un Allen algo más pesimista, posiblemente más realista, como siempre poco creyente, pero con su eterna pluma prodigiosa delineando un fresco sobre las expectativas en la medianía de la vida en los márgenes de la gran ciudad. También un gran retrato sobre la vida de los “loosers”, de los “borders” en los años 50, una crítica social poderosa mostrando que esa economía del bienestar que procuraba el fin de la guerra no iba a ser igualmente repartida para todos.


En su opus 47, Allen realiza un film lucido y ácido que se vuelve una cosa seria. Para algunos, la falta de un humor constante, será un motivo de crítica. Para otros, será un motivo para la meditación. Estamos ante otro gran film de Allen que elige el camino de lo tragicómico, es decir, no llega a ser uno de sus grandes dramas (Interiores, Una Mujer), tampoco es una de sus grandes comedias (Annie Hall, Hanna y sus Hermanas) pero se acerca a esas películas insoslayables como Crímenes y Pecados o Match Point, donde la toma de conciencia sobre la culpabilidad marcan un antes y un después.

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