TELGOPOR BLANCO
Es,
ante todo, un film prolijo. Esa ha sido la preocupación de Martín Hodara
durante todo el rodaje. Contar una historia que se entienda y que mantenga
determinado nivel de suspenso. Y ese fue también el objetivo de los
guionistas: el mismo Hodara y Leonel D´Agostino. Es obvio que el trabajo de
ambos priorizó la prolijidad sobre la coherencia.
Esto
es una pena. Porque con una buena idea y 4 actores notables, la película podría
haber funcionado a la perfección y no lo hace. De hecho, la dirección de Hodara
es buena. El relato fluye naturalmente, y los personajes son creíbles. Lo que
falla es la credibilidad final, la de la obra en su conjunto.
Es que estamos ante un típico
film de misterio donde zarpamos desde una situación clara y a medida que avanza
el relato la trama y los personajes se complican, o sea, nadie es lo que parece
ser. Esas complicaciones derivan de la pérdida de la linealidad del relato, el
cual avanza y retrocede en el tiempo, haciendo que las cuestiones formales
terminen por confundir, no tanto al espectador como a los personajes mismos. La
trama pierde consistencia porque se pasa de una cuestión a otra manteniendo
intensidad pero perdiendo el hilo conductor.
Consecuencia de ello, los
personajes pierden envergadura dramática, se va diluyendo su identidad para
volverse juguetes del destino, un destino que poco tiene que ver con los
designios divinos sino más bien con las necesidades de los guionistas de
mantener por un lado la atención de espectador y la preocupación de
sorprenderlo por otro, cuando no, engañarlo.
Al
comienzo, los personajes “parecen” gente educada, de buena posición social y
económica, dueños de grandes extensiones de tierra, amos del lugar donde viven
pero terminan concluyendo en un primitivismo propio de seres ancestrales
desarrollados en las sombras de antiguos parajes que poco contacto han tenido
con la civilización, finalmente devorados por la ambición y la corrupción del
dinero. Pero esta observación es tan solo una línea posible de entendimiento.
Hay otras más simples, aquella que simplemente divide entre buenos y malos.
El
final, incluso, en otra vuelta de tuerca inesperada, alude a un señoreaje donde
el poderoso de turno arregla y desarregla a su manera lo que en una sociedad
civilizada no cabría hacerlo de otra forma que no sea mediante la aplicación de
la ley. En este aspecto, si este relato ocurriera en un pasado más lejano
podría ser más realista que lo resulta hoy en un mundo donde lo que impera es la
comunicación.
La
película, vista de esta manera, parece un film inocente, naif, cuya
credibilidad queda cuestionada por lo fuera de época que se muestran sus
personajes. Éstos no son arquetípicos sino estereotipos. La historia que narra transcurre en esta
época pero los comportamientos que se manifiestan parecen de 200 años atrás.
La
película está filmada en España, más precisamente en las alturas de Andorra, un
pequeño principado vecino a Cataluña, que con un elenco mayormente argentino, hace
parecer que la acción tiene lugar en el sur de nuestro país. De hecho el
espectador termina recordando un estupendo film español de 1975 dirigido por
José Luis Borau, llamado “Furtivos”, que trataba un tema similar con un
desarrollo muy distinto.
En
síntesis, nos queda un buen trabajo de trio actoral (Darín, Sbaraglia y Laia
Costa), la gran reaparición cinematográfica de un ícono cinematográfico de los
80 como es Federico Luppi, una estupenda fotografía del catalán Arnau Valls y
un film cuyo mayor mérito es generar una hora y media de entretenimiento siempre
y cuando no nos cuestionamos los aspectos técnicos del guión que hemos
señalado, sin lugar a dudas el punto más flaco de toda la película.
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