jueves, 17 de agosto de 2017

LA CORDILLERA de Santiago Mitre



MUCHA CASCARA Y POCA NUEZ

La Cordillera  era posiblemente la película argentina más esperada del año. Coproducida con España, con participación de la Warner en la distribución y hasta con un actor americano en el casting (Chrsitian Slater) resulta una cascara lujosa sin nada de jugo en su interior.

Las expectativas eran muchas. Santiago Mitre había deslumbrado con su ópera prima (El Estudiante) mostrando no solo habilidades autorales sino también una capacidad narrativa cinematográfica desusual en una ópera prima. Gracias a ello, recibió el apoyo inmediato de toda la industria y se le confió la remake de La Patota, famosa películas de los años 40 realizada por Daniel Tinayre y protagonizada por Mirtha Legrand. Mitre no realizó exactamente una remake.
Actualizó el argumento, cambió el foco del tema, y si bien los resultados obtenidos no fueron descartables, el film no logró elevarse de la medianía general.

Ahora vuelve con un film ambicioso, de gran producción, cuya apariencia es la de un thriller político pero lamentablemente es solo eso, apariencia. Cuesta definir cuáles son los propósitos de La Cordillera. Las ambiciones de su director y de su coguionista habitual Mariano Llinás son inmensas, pero los resultados generales no superan la medianía de la prolijidad y la corrección política. Si el propósito de los autores pasaba por la denuncia política es claro que los resultados expuestos no constituyen un film de denuncia ni tampoco consigue alzarse a la figura de un thriller político que alcance algún interés.

Es más, en un momento dado, sorpresivamente, gira hacia los problemas personales de la hija del Presidente. Dichos problemas no son relevantes en el contexto que el film presenta y tampoco en la vida política del presidente Hernán Blanco que correctamente interpreta Darín. Por un momento, dichos problemas personales parecieran exceder su propio marco y transformarse en una amenaza para la su estabilidad política, pero nada de eso sucede.

En consecuencia, ni la política se transforma en thriller ni la vida personal del protagonista en drama. Ambos problemas son consecuencia de un guión ambicioso pero carente de capacidad de desarrollo de los temas. Por otro lado, la puesta en escena del film es ciertamente prolija, está bien actuado, maravillosamente fotografiado y exactamente climatizado con la excelente música que aporta el siempre inspirado maestro español, habitual colaborador de Pedro Almodóvar, Alberto Iglesias.

Pero el film falla esencialmente en el desequilibrio que originan esas dos líneas narrativas que a medida que avanza el relato, lejos de converger terminan por separarse dejando al film a mitad de camino entre el thriller político que parecía ser y el drama personal de un presidente acosado por un pasado dudoso.

Incluso no acaba de entenderse el rotulo del afiche que dice El Mal Existe. A qué mal se refiere? Darín, como el Presidente, otorga una entrevista a una periodista española y respecto al mal le hace esa afirmación. Es más, le dice que no se llega a presidente si uno no lo ha visto al menos dos veces. Pero la frase queda en eso. Una frase inteligente y sofisticada que finalmente no tiene peso alguno en el desarrollo de la película. Más tarde, la aparición de un médico para atender a su hija, que practica hipnotismo es otro punto que genera un toque esotérico que si bien contribuye al suspenso, termina por ser un elemento excéntrico que nada aporta al desarrollo de la trama.

Hablar de los rubros técnicos es redundante. Tanto Darín como Gerardo Romano, Erica Rivas y especialmente Dolores Fonzi hacen denodados esfuerzos para darles espontaneidad y credibilidad a sus personajes. El fotógrafo Javier Juliá tiene experiencia y lo demuestra. Su iluminación es apropiada y los movimientos de cámara perfectos. Ni hablar de la partitura musical de Alberto Iglesias que sutilmente subraya la mayor parte de las escenas.


Por eso, vuelvo a afirmar que lo que falla en la película es el guión. Un guión ambicioso que busca un retrato equilibrado entre la vida pública y la vida privada de un presidente pero que a la postre termina siendo una pintura superficial e incluso, convencional y hasta poco interesante.

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