MUCHA
CASCARA Y POCA NUEZ
La
Cordillera era posiblemente la película
argentina más esperada del año. Coproducida con España, con participación de la
Warner en la distribución y hasta con un actor americano en el casting
(Chrsitian Slater) resulta una cascara lujosa sin nada de jugo en su interior.
Las
expectativas eran muchas. Santiago Mitre había deslumbrado con su ópera prima
(El Estudiante) mostrando no solo habilidades autorales sino también una
capacidad narrativa cinematográfica desusual en una ópera prima. Gracias a
ello, recibió el apoyo inmediato de toda la industria y se le confió la remake
de La Patota, famosa películas de los años 40 realizada por Daniel Tinayre y
protagonizada por Mirtha Legrand. Mitre no realizó exactamente una remake.
Actualizó el argumento, cambió el foco del tema, y si bien los resultados
obtenidos no fueron descartables, el film no logró elevarse de la medianía
general.
Ahora vuelve
con un film ambicioso, de gran producción, cuya apariencia es la de un thriller
político pero lamentablemente es solo eso, apariencia. Cuesta definir cuáles
son los propósitos de La Cordillera. Las ambiciones de su director y de su
coguionista habitual Mariano Llinás son inmensas, pero los resultados generales
no superan la medianía de la prolijidad y la corrección política. Si el
propósito de los autores pasaba por la denuncia política es claro que los
resultados expuestos no constituyen un film de denuncia ni tampoco consigue alzarse
a la figura de un thriller político que alcance algún interés.
Es más, en
un momento dado, sorpresivamente, gira hacia los problemas personales de la
hija del Presidente. Dichos problemas no son relevantes en el contexto que el
film presenta y tampoco en la vida política del presidente Hernán Blanco que correctamente
interpreta Darín. Por un momento, dichos problemas personales parecieran
exceder su propio marco y transformarse en una amenaza para la su estabilidad
política, pero nada de eso sucede.
En
consecuencia, ni la política se transforma en thriller ni la vida personal del
protagonista en drama. Ambos problemas son consecuencia de un guión ambicioso pero
carente de capacidad de desarrollo de los temas. Por otro lado, la puesta en
escena del film es ciertamente prolija, está bien actuado, maravillosamente
fotografiado y exactamente climatizado con la excelente música que aporta el
siempre inspirado maestro español, habitual colaborador de Pedro Almodóvar,
Alberto Iglesias.
Pero el film
falla esencialmente en el desequilibrio que originan esas dos líneas narrativas
que a medida que avanza el relato, lejos de converger terminan por separarse
dejando al film a mitad de camino entre el thriller político que parecía ser y
el drama personal de un presidente acosado por un pasado dudoso.
Incluso no
acaba de entenderse el rotulo del afiche que dice El Mal Existe. A qué mal se
refiere? Darín, como el Presidente, otorga una entrevista a una periodista
española y respecto al mal le hace esa afirmación. Es más, le dice que no se
llega a presidente si uno no lo ha visto al menos dos veces. Pero la frase
queda en eso. Una frase inteligente y sofisticada que finalmente no tiene peso
alguno en el desarrollo de la película. Más tarde, la aparición de un médico para
atender a su hija, que practica hipnotismo es otro punto que genera un toque esotérico
que si bien contribuye al suspenso, termina por ser un elemento excéntrico que
nada aporta al desarrollo de la trama.
Hablar de
los rubros técnicos es redundante. Tanto Darín como Gerardo Romano, Erica Rivas
y especialmente Dolores Fonzi hacen denodados esfuerzos para darles
espontaneidad y credibilidad a sus personajes. El fotógrafo Javier Juliá tiene
experiencia y lo demuestra. Su iluminación es apropiada y los movimientos de
cámara perfectos. Ni hablar de la partitura musical de Alberto Iglesias que
sutilmente subraya la mayor parte de las escenas.
Por eso, vuelvo
a afirmar que lo que falla en la película es el guión. Un guión ambicioso que
busca un retrato equilibrado entre la vida pública y la vida privada de un
presidente pero que a la postre termina siendo una pintura superficial e
incluso, convencional y hasta poco interesante.
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